domingo, 3 de agosto de 2008

Días de verano I

Y miraba a su alrededor, extrañado. En medio de todas aquellas personas, siempre en compañía de alguien, no dejaba de sentirse solo. El calor del café y su regusto amargo no acababan de cuajar bien en él y menos en aquellos días de bochorno veraniego. Después de tanto tiempo era normal que la cafeína no surgiese el mismo efecto que antes.Caminaba como medio dormido, agotado tal vez de lo poco que había transcurrido de su vida. Sobre el suelo firme, sus pasos se confundían con el andar torpe de un equilibrista novel que practica sobre la cuerda floja. Eran tiempos difíciles sin duda, para todos, pero sobre todo para él. Se debatía en un intento siempre frustrado de encontrar a alguien realmente especial dispuesta a sostener el peso de los problemas, dudas y preocupaciones que la vida le planteaba. Pero era inútil; cuánto más buscaba menos encontraba. Mustio y entornando los ojos sobre aquella realidad teñida de gris cada día se levantaba recordando lo que había estado pensando la noche anterior. El insomnio, en cierto modo, había vuelto a reunirse con él, y malgastaban largas horas de tertulia nocturna debatiendo sobre cualquier tema. Luego, por la mañana, se levantaba, se quedaba sentado en la cama y rascaba su casi inhabitada cabeza. Un nuevo día empezaba y ciertamente la única cosa que le incitaba a levantarse de la cama era la idea de que horas más tarde volvería a ese pequeño santuario de sábanas de rayas rojas, naranjas y amarillas. Plantó sus pies en el suelo y, ayudándose con sus brazos, se levantó de la cama. Con andar patizambo y el único atavío que unos calzoncillos sorteó un par de camisetas y pantalones que había tiradas en el suelo de la habitación, salió de ésta y, bajando unas escaleritas de caracol, continuó su camino hacia el cuarto de baño. Cuando entró, como de costumbre, levantó la tapa del váter y, a oscuras, empezó a mear. Mientras tanto se miraba en el espejo, asqueándose de ver esa barriga que cada día era más grande. Terminó, tiró de la cadena, se lavó las manos y luego la cara y continuó su ruta hacia la cocina. Se preparó un café, le puso un par de hielos y salió hacia un pequeño balcón contiguo al salón del piso. Echó hacia un lado parte de las colillas, trocitos de papel, migas y demás suciedad que había en la mesa acumulada de noches anteriores y dejó el vaso con el café. Retiró un poco la silla hacia atrás y tomó asiento para pasar allí el resto de la mañana. Así era la vida de Gin desde hacía una buena temporada. Gin era un chico de dieciocho años, de ojos marrones siempre atentos a cualquier quehacer que llamara su atención, de pelo castaño prácticamente rapado y una perilla que le perfilaba toda la cara. Medía algo más de un metro ochenta y, desde hacía unos meses, su barriga parecía querer empezar descolgarse. A Gin, pero, no le preocupaba mucho, la verdad, tenía otras cosas mucho más importantes en las que pensar. La gente decía que era un tipo muy inteligente, con una gran capacidad de análisis y muy observador, aunque solía hacerse el tonto y olvidarse de sus preocupaciones. Los pocos años que Gin llevaba en este mundo, aunque no habían sido un camino tortuoso y siniestro, si que le habían parecido bastante duros. Jamás había gozado de la compañía o el soporte de otras personas, y en cuanto a amigos, podía contarlos con los dedos. Tal vez por eso Gin era un tipo bastante autónomo que no necesitaba a casi nadie para subsistir en este planeta. A parte, tenía un carácter bastante fuerte lo que le llevaba a discutir continuamente con sus padres, sobre todo con su madre. Sin duda alguna, el carácter lo había heredado de ella.

¿Alguien?, Saludos