Aquello que trataba de ser un agradable vuelo se precipitó estrepitosamente. Sin saber muy bien como, el piloto se dejó abrazar por la locura, la irracionalidad y sus emociones. Lo cierto es que pocas veces tenía problemas con ellas pero esta vez parecía ser una de esas pocas.
En aquel arrebato pasional, ese joven poeta con barba de varios días, desaliñado y de mirada perdida, solo podía ver impotente como el avión que él mismo había decidido pilotar se precipitaba hacia lo inevitable.
El viento, que gélido se estrellaba contra el acero de su avión, se colaba por su estructura hasta llegar a él y le helaba los pulmones. Todo estaba fuera de control. Desde que pronunció aquellas palabras sabía que se había condenado, que desde el mismísimo instante en el que decidió tomar ese rumbo se había convertido en un kamikaze. Pero él no sabía que significaba aquello; tan siquiera le agradaba la idea. ¿Qué pensarán los kamikazes antes de estrellarse?
Su brillante cerebro no paraba de formular preguntas que jamás hallarían respuesta. Todo aquello era un cúmulo de sentimientos demasiado contradictorios como para ser comprendidos por un loco como él.
Y entonces sucedió lo que tenía que suceder. Aquel cuerpo incandescente surcó los cielos destellante hasta impactar contra el suelo. El impacto fue formidable; el estruendo, sordo. Tan silencioso como una proposición sin respuesta… Fue entonces, durante aquel silencio, cuando se dio cuenta de que Dios jamás le quiso, de que seguramente ni siquiera le caía bien a Dios, pues él nunca le ayudó. Desolador.
Pero de pronto, cuando todo parecía haber muerto, cuando ni siquiera el aire correteaba sobre el prado para llevarse el humo, una lluvia suave empezó a caer bañando todo aquello que encontraba a su paso. Los trozos de metal esparcidos por el suelo, las cenizas aun humeantes, su piel resquebrajada, llena de heridas y rasguños, y aquellas flores tan bonitas sobre las que había caído.
Desde el suelo entornó los ojos, abatido. Más allá del gris, pero, pudo ver el verde, el blanco y el amarillo de las flores. Más allá del suicidio y la muerte a las que se había lanzado, encontró algo bonito.
Su corazón aun latía fuerte, pues aquella era la reacción que se encontró. Aun así fue capaz de reunir las fuerzas necesarias para levantarse. Tembloroso se incorporó y miró al horizonte infinito y solo vio verde. Era paradójico, insólito, pero cierto.
Cuando por fin pudo mantenerse en pie sin tambalearse, consciente ya de lo que había sucedido, se llevó la mano al bolsillo. Buscó, pero no estaba. Lo volvió a probar, una vez, y otra, incansable, pero no la encontraba. Siguió hasta su último aliento, hasta que las heridas y el cansancio pudieron con él. Y entonces, exhausto y abatido, tras perder toda esperanza, la encontró. Allí estaba, en el suelo, sucia y con arrugas, pero no le importaba.
Allí estaba, pues, su fe.
Sí, me convertí en un kamikaze sin darme cuenta.
Espero que os guste.