Mía alma lamida,
la mía amada perdida.
Tu alma y la vida,
diván a la deriva.
La alegría, lasciva,
la pérdida de la vida
la vuelta y la ida.
Sonría.
viernes, 20 de septiembre de 2013
sin título
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#poema,
#spontaneous
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martes, 10 de septiembre de 2013
El maldito Horacio
El amor es una maldición de todos, pero sobretodo de los que
no decidieron amar, pues es sobre ellos sobre los que más pesa las candentes
losas de su penitencia. Es aquél que jamás amó a los otros, salvo a sí mismo, queriendo
y respetando a los demás sobre el que un día, dicen, cayera el embrujo del
amor. Horacio, llamémosle al infortunado aojado, conoce a Ondina, llamémosla a ella, y siente de
repente una convulsión en su pecho, una corriente que recorre su espalda de
arriba abajo y una obnubilación general. Desde entonces ellos compartieron ese
amor que Horacio, candoroso y embelesado sintió temprano como una bendición. Y
nada más lejos de la verdad, todo aquel tiempo que disfrutaron de esa dicha que
les fue entregada, de la suerte de convivir juntos sus días y sus noches de
pasión, para Horacio aquello era lo mejor que le había ocurrido en su vida y no
tardó en sentenciar: “Jamás he sido más feliz…”. Y así era. Pero en el fondo de
su ser, en un pequeño recoveco de su alma había algo que añadía siempre a su
regia sentencia: “… y seguramente jamás llegue a serlo”. Asumía por tanto, sin
querer reconocerlo, que había alcanzado una especie de máximo de felicidad que difícilmente
podría superar.
Al principio poco le preocupaba, pues Ondina le procuraba todos los placeres que él pudiera imaginar. Sabía que no era la más bella, ni la más lista, pero para él, hasta la mismísima Afrodita debería agachar la cabeza ante la belleza de su amada y la sabia Atenea buscar consejo en sus palabras.
Pasaron así los días y las semanas. Las semanas se amontonaron y tornáronse meses, los cuales se consumieron en años. Dos o tres pasaron hasta que, como suele ocurrir cuando no puedes pensar con claridad, Horacio y Ondina se dieron cuenta de que su amor se marchitaba, pero, tal vez, por miedo a acelerar su proceso, por pereza o cuál quiera que fuera el motivo (o los motivos) todo fue disolviéndose poco a poco y todo aquel amor, aquel compartir y aquella felicidad terminó.
Al principio poco le preocupaba, pues Ondina le procuraba todos los placeres que él pudiera imaginar. Sabía que no era la más bella, ni la más lista, pero para él, hasta la mismísima Afrodita debería agachar la cabeza ante la belleza de su amada y la sabia Atenea buscar consejo en sus palabras.
Pasaron así los días y las semanas. Las semanas se amontonaron y tornáronse meses, los cuales se consumieron en años. Dos o tres pasaron hasta que, como suele ocurrir cuando no puedes pensar con claridad, Horacio y Ondina se dieron cuenta de que su amor se marchitaba, pero, tal vez, por miedo a acelerar su proceso, por pereza o cuál quiera que fuera el motivo (o los motivos) todo fue disolviéndose poco a poco y todo aquel amor, aquel compartir y aquella felicidad terminó.
Horacio lloró, maldijo, se enfadó, se apiadó, intentó
comprender, pero el amor es un pensamiento del corazón, algo en otro nivel de
raciocinio de lo que puede entender nuestro cerebro. Pasados muchos meses, buscadas
muchas excusas Horacio, tras mucha batalla contra el más vil y peligroso de
todos los pecados, la Pereza, y la desidia consiguió de nuevo recuperar las
ganas de vivir y recogió las riendas de una vida que había maltratado y
pisoteado a base de alcohol, drogas, sedentarismo e ilusiones y promesas que
jamás debió hacerse. Por aquel entonces ya hacía demasiado tiempo de Ondina, ya
apenas la veía, apenas sabía de ella. Al principio eso le horrorizaba, pues no
sabía que era peor, si el punzante desconocimiento de su vida sin él o conocer
verdades que seguramente no estaría preparado para soportar; o peor aún,
mentiras que pretendían ser verdad para intentar no herirle. Piedad podrida, un
espejo dónde reconocer sus debilidades y miedos. Con mucho esfuerzo consiguió
dejarlas pasar y que el tiempo se las llevara mar adentro en el océano de la
memoria. Poco a poco se fue despojando de aquello que no le propiciaba ningún bien,
ningún beneficio e incluso ningún mal. Casi todo fue capaz de dejarlo ir, pero
había algo que se resistía. Algo anclado a su alma y que seguramente solo la
muerte lo libraría de ello; pues por mucho que lo intentaba había algo dentro
suyo que impedía borrar las huellas de Ondina y su legado. La desazón, incluso
el dolor que le propiciaba cualquier recuerdo de Ondina, por fugaz y vago que
fuera, le producían un efecto similar al simple hecho de pensar en olvidar por
completo a su antigua amada. Comprendió pues que esa era la condena por sus
hechos, el precio que debía pagar por toda aquella felicidad gratuita de la
cual disfrutó años atrás. Seguramente, en ese contrato no escrito que es el
amor había una clausula en letra diminuta que advertía de este coste y que
nadie, jamás, leyó. La bendición se convirtió en maleficio, aunque lo más
probable, y lo que Horacio piensa, es que siempre lo fuera.
*ni me he molestado en releerlo.
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