domingo, 26 de abril de 2015

el camino

Viajé tan al oeste que creía que la vida se me agotaría antes de llegar al final. Cuanto más andaba, más parecía alejarse mi incierto destino. Caminé hasta que mi cuerpo se agotó, mi mente empezó a desfallecer y mi espíritu se agotaba. 
Así fue como, fatigado, con las botas hechas jirones y la voluntad quebrada, llegué finalmente a un riachuelo que corría por las faldas de unas brumosas montañas. Me detuve, con gran sosiego, en la orilla de aquel riachuelo de agua límpida y fresca. Me deshice de lo que quedaba de calzado en mis pies y hundí éstos en el agua elemental que corría. Sentí de pronto un gran placer en el alma y alegría en el corazón. 
Ya reposado me dejé caer sobre la hierba, que era tan verde que parecía que el húmedo y frío olor que se apropiaba de mi nariz provenía del mismo color más que de la propia  hierba. Una niebla señorial cubría las montañas solemnes que se alzaban sobre mi cabeza. El cielo se despejó rápidamente, como si una brisa secreta se hubiera llevado las nubes para mi caprichosa contemplación. Disfruté entonces de la infinidad de estrellas que la noche me ofrecía y me dormí.
Amanecí al día siguiente reconfortado de mis dolencias, aliviado de mis pesares; revitalizado. Sostuve aquel momento durante un largo instante, me alcé y retomé mi viaje. Sólo cuando encontré y llegué dónde me dirigía entendí que fue entonces el propio camino, y no mi sola voluntad, quién me permitió recorrerlo.