viernes, 31 de enero de 2014

Caprichos del tiempo

Hoy me ha ocurrido un hecho harto singular cuando he llegado a casa. Volvía del trabajo sintiendo durante el camino a casa el peso del cansancio acumulado de toda la semana. Como tantos otros viernes, antes de subir a casa hice una pequeña pausa en el camino para abastecerme y celebrar con un poco de humo el fin de otra semana más. Los dos días próximos representan para mí una especie de conjunto vacío, un hueco en el tiempo que hay entre el viernes y el lunes que me proporcionan más molestia que alivio. Cuando di mi celebración por terminada retomé mi camino. Escasos doscientos metros me debían quedar para llegar; corta distancia que se me hacía casi insalvable a cada paso. Era como situarse entre dos espejos opuestos. Eres consciente de la distancia que separa ambos objetos pero esa serie de imágenes que se repiten infinitamente tiene una magia especial que perturba de tal modo que llegas a pensar con una enajenada seguridad, no que los objetos están considerablemente lejos el uno del otro, sino que ambos objetos podrían ser uno mismo.

Me encontraba en medio de esta abstracción cuando me crucé con un conocido que hacía mucho tiempo que no veía. Le saludé con ligereza; él lo hizo con proporcionado entusiasmo, pero yo realmente no tenía ganas de detenerme, tan siquiera tenía ganas de saludarle. Llegué, por fin, a la dichosa meta. Mientras subía en el ascensor solo deseaba estirarme, aunque realmente lo que quería era pasar desapercibido. Abrí la puerta y me metí en la habitación a quitarme los zapatos tras un “Hola” de una firmeza desganada. Encendí la luz y vi que un mueble de tres cajones con ruedas que tengo yo bajo la mesa estaba movido; seguramente mi madre al limpiar no lo dejó bien en su sitio. Normalmente no le prestaría mayor atención a esto pero no pude evitar fijarme que un papel sobresalía en un lateral. En uno de esos cajones – en el del medio concretamente- guardo yo bastantes cosas mías, entre ello papeles. Pero caí en la cuenta de que desde los cajones no se tiene acceso al lateral, ya que éste es una única pieza de madera que va desde la parte superior a la base con ruedas. Precisamente entre la base y el lateral estaba el papel. No era una zona dónde un folio –doblado- llegara por accidente. Aquello rezumaba premeditación. Me agaché a recogerlo. El papel estaba doblado y lo abrí con curiosidad para comprobar que en él se disponía un mensaje con una letra que no era la mía. Mi curiosidad acrecentó. A las pocas palabras me vi de golpe en una etapa pasada de mi vida, como si me hubieran lanzado atrás en el tiempo. Al fin y al cabo recordar según qué cosas, más que una visita al cine de la memoria, es un viaje en el tiempo. Terminé de leer aquel papel, que resultaba ser una misiva, en respuesta a otro mensaje anterior, pero que ninguna de las dos – ni ésa ni la que yo no tenía- estaban remitidas a mí. Añadí al hecho de haber encontrado esa suerte de carta en ese lugar tan inaccesible, el hecho de que yo tenía ese papel en mis manos cuando no iba dirigido a mí, tan siquiera a nadie de mi entorno, aunque en él se me mencionaba.

Los que esa lectura me hizo rememorar fueron unos hechos que ocurrieron en mi vida, puntualmente uno que ocurrió, no en una fecha exacta, pero hace cerca de tres años, me aventuraría a asegurar. Un hecho que veía ya muy lejano pero que en momentos dispares se me antojaba muy cercano y vívido. No le di más importancia al acontecimiento que esas palabras me hicieron evocar sino al hecho de estar yo en posesión de aquel documento. Desde entonces hasta ahora había ignorado yo la existencia de ese papel y, por supuesto, los sucesos que ocurrieron para su existencia y ubicación. Por el contrario, pensé que también era muy factible que en su momento yo supiera de él pero que hubiera terminado por olvidarlo. Me alegré si, en ese caso, el olvido hubiera sido voluntario; olvidar algo por propia voluntad se me antoja casi imposible, y aquello podría ser una prueba de mi gran hazaña.
Terminé por resolver que todo aquello era algo ya irrelevante, una batalla que en aquel momento no tenía ganas yo de librar; sin duda, un capricho del tiempo.

El cansancio me invadió de golpe y centré en él entonces mi atención. Me quité los zapatos y los guardé. Luego la chaqueta y fui a saludar a mi madre. Me empezó a hablar, pero yo no tenía muchos ánimos; conversé sin embargo con ella estoicamente. Vuelta a la habitación pensé que tenía aún que decidir qué hacer con aquel papel. Por suerte, y tras un rato de búsqueda inútil, comprobé que, tal y cómo había aparecido, el mensaje había desaparecido. Nuevamente, caprichos del tiempo.

No le di más importancia de la que tiene.

miércoles, 22 de enero de 2014

guerra

Marchan los hombres
al son de los tambores;
hacia la guerra marchan,
dejando atrás sus hogares
sus hijos y mujeres.
Marchan los hombres
con las lanzas y los escudos,
con el miedo a hombros
a la esperanza cantan.
Estos son los hombres
viejos y jóvenes
que en la guerra luchan.
Los tambores suenan
con estruendo sordo;
las espadas chocan,
bailan la danza del acero.
Marchan los hombres
ni justos ni villanos,
en la guerra solo es bueno
el hombre que ya ha muerto.
Marchan los hombres,
a casa vuelven
los que han sobrevivido.
No celebran la victoria
porque marchan hombres
que desean haber caído.

martes, 21 de enero de 2014

El inmortal muerto. El mortal que no muere.

[…] Entonces yo moriré, algún día, espero; y todas esas hojas (las que he escrito y escribiré) dejarán de pertenecerme y no serán ya más mi problema. – sentencié.
- Pero eso suena muy triste –replicó ella con amargura. – No deberías hablar de ese modo, ni mucho menos de morirte.

- Si no morimos, ¿tendría algún sentido la vida? De hecho, ¿acaso tiene alguno? La muerte es algo que la propia existencia requiere y sin ella la vida sería infinita. Es aquí donde, a raíz de mis queridas relecturas de Borges, especialmente un relato de su magnífico El Aleph, se me plantea una suerte de paradoja que me atormenta de vez en cuando. A saber: suponiendo que yo estuviera marcado por la maldición de una vida inmortal, varias cosas -infinitas, de hecho- me ocurrirían. Entre de ellas está que para mí el tiempo desaparecería. Los meses pasarían como días, los años como meses, las décadas cómo años… No existiría pasado ni futuro, todo sería un continuo presente que nunca termina. En este infinito momento todo me ocurriría tarde o temprano, si se me permite la inconsistencia, al menos todo lo posible, pero esto también es discutible. Ahora bien, dentro de las posibilidades está también la temida y deseada muerte que me liberaría del tormento de una existencia inagotable. Sin embargo, el hecho de que yo, inmortal, pudiera morir en alguna ocasión me devolvería al tiempo y al mundo finito y la mortalidad. Todo lo que me pueda ocurrir entonces se resume apenas a varios miles de acontecimientos. No puedo sino pensar en que cabe la posibilidad de que la muerte no entre en la serie de suertes que van a acontecer en mi vida finita; de este modo me volvería de nuevo inmortal… - hice un alto en mi disertación. Tenía la boca completamente seca, no estaba acostumbrado a hablar tanto tiempo seguido. Miré a Elisenda y su mirada estaba hundida una mezcla extraña de incomprensión y fascinación. Bebí agua y terminé – Seguramente haya muchísimos detalles en las que no reparo ni acierto en pensar y que conviertan todo este razonamiento en una tontería, pero no soy capaz de ver dónde yerro… […]

Si me ausento por un tiempo, disculpen. Estoy con algo entre manos, si acaso a alguien le importa.

martes, 7 de enero de 2014

fragmentos#2

Puedo escribir sobre ésto y aquéllo, sobre lo grande y lo pequeño, del placer y el sufrimiento; de amores que no siento y de dolores que no tengo. Puedo escribir sobre el odio, el perdón y el arrepentimiento. Borracho, con el corazón abierto, desierto. Puedo escribir del rico y el plebeyo, de ellas, de ellos, de la vida y los sueños. Sobre el amor bello, lo nunca olvidado, lo real y lo fingido. Sobre ésto y aquello, el todo y la nada, por supuesto. 

Pero si mañana digo que ya más no escribo, mátame, tú que dices que me quieres.
Una por haber mentido.
Dos, por estar cansado de estar vivo.
Garabateo. Ya no sé ni lo que digo.

lunes, 6 de enero de 2014

Gracias por el regalo

No te fui sincero por completo y por ello te pido que me perdones. De hecho no espero que lo hagas, o tal vez sí; no me importa realmente, hace mucho tiempo que esas cosas dejaron de pesarme en el alma.  Esas y muchas otras cosas más. Me he escudado en mi interior, recluido en esta carcasa de carne y hueso que tantas veces desee cambiar en un pasado, dejando que todo, los golpes y los besos, las inclemencias y la dicha, golpearan en él como lo hace el mar impasible en el rompeolas. Y mientras tanto yo me he creído emperador de mi minúsculo impero infinito, me he sentido ajeno a lo que ocurría en el mundo. Lo que un día me importó hoy apenas lo recordaba. Quién un día amé ya apenas lograba arrancarme una sonrisa. Me he condenado al caprichoso regalo del aislamiento. Inmune e invulnerable. Frío y solitario. Sin sabor de felicidad ni hedor de tristeza. Vacuo, estéril, blanco, como sin ganas de vivir.

Pero a pesar de ello no lo vi venir. Ocurrió hace poco, o tal vez hace mucho ya, todos los días me parecen iguales. Me encontré de nuevo con las princesas de mis cuentos, con las sirenas de mis mares inventados que me susurraban con dulzura al oído. Acudieron a mí los fantasmas de mi pasado, los demonios que me afligieron. Las ruinas de lo que construyera, las ciudades dónde seguía creando vida. Nada de sorprendente encontré en ello, yo los llamé y ellos acudieron. El cielo era azul ceniciento y el viento soplaba medio frío en los recovecos de la ciudad. Yo fumaba cuando de pronto todo ocurrió. Dos preguntas furtivas, rápidas como el rayo, dos latigazos y dos respuestas sacudieron el baluarte dónde yo me sentía inmune. Apenas nada ocurrió, pero me dolió, más de lo que pareció, menos de lo que creí. 

Desde entonces he dormido mucho, pero no he descansado apenas. Todo seguía igual: el pasado seguía atrás, alejándose de nuevo, movido por el tiempo hasta los confines de mi memoria fragmentaria. El futuro seguía siendo tan intrascendente como siempre y el presente engendro del recuerdo del ayer y progenitor del insípido mañana. Yo cumplía con mis cometidos, sonreía cuando se esperaba que lo hiciera, callaba si no era estrictamente necesario hablar y fumaba cuando podía. Si disponía de tiempo leía, y mientras tanto mi cabeza trabajaba laboriosamente; como siempre.

Hoy he despertado, solo de nuevo. Me he lavado los dientes y de camino a la cocina me he detenido. He mirado instintivamente dónde de pequeño recordaba el árbol de navidad, guardado en su caja desde hacía ya muchos años. No había regalos para nadie. Llevé mi mano derecha hacia mi pecho y sentí mis latidos. Miré mis manos vacías luego y sonreí imperceptiblemente. Seguía pensando en aquel día y de pronto vi en mis manos en el bendito regalo del dolor. Gracias por ello. 

A veces un hombre necesita comprobar cuánto es capaz de soportar. 

viernes, 3 de enero de 2014

fragmentos#1

Siempre te quise,
más cerca o más lejos,
hacia uno u otro lado.
Sopla las velas,
pide un deseo
y lanza el dado.
Ese siempre te quise
es un aún te quiero
que me ha condenado.