jueves, 11 de noviembre de 2010

Prólogo

Hacía ya tiempo que no me postraba con un bolígrafo frente a una hoja para escribir algo. Muchas cosas han pasado desde la última vez y ahora ya no siento ese “que” que me impulsaba a escribir en el pasado. Pero de vez en cuando me gusta detenerme un rato y pensar en alguna historia. Y como dicen que las mamas costumbres no se pierden, esta historia creo que no podía tener otros protagonistas.
Capítulo I

Cuenta la leyenda que todo esto empezó Dios sabe cuándo, cuando todavía él era un chico catorce añero. La experiencia cuenta que es por esos tiempos de la vida en que uno empieza a plantearse muy seriamente cosas que posiblemente para otros sean puras trivialidades. Sea como fuere, para él, un chico, no lo neguemos, más gordo que flaco y más feo que guapo, sus amores eran todo un mundo “muy bonito”. Poco tardó en cambiar la cosa cuando pronto sintió el frío acero del amor no correspondido apuñalando por los cuatro costados a su corazón. Son las malas lenguas las que susurraban que por aquella chica, hoy convertida en mujer, surgieron las heridas de su corazón por las que empezó a hervir la tinta en su interior.

Capítulo II

Un viajero me contó que durante un largo tiempo él vagó de un lado a otro, como mecido por el viento y lo único que se conserva de aquellos tiempos son cuatro líneas mal escritas. Todo cambió, pero, cuando ante él apareció la apodada Calíope. Augusta entre las musas, parecía como enviada por el cielo para concederle otra oportunidad.
Calíope fue amable con él. Le sonreía casi siempre, le apoyaba, le abrazaba si él lo necesitaba o simplemente le dedicaba una mirada de esas que a él tanto le llenaban. El chico, que sin darse cuenta (o sin quererse dar cuenta, mejor dicho) fue transformando su propio ego. Calíope le transmitía una fuerza que le hacía sentir invencible y lleno de algo burbujeante dentro de él que solo podía sacar escribiendo. De este modo, cual dios creador, cogió parte de su ego y creo a Sístole, el poeta. Todo era fantástico entonces: Sístole lo tenía casi todo. Era tan fantástico que no le dejaba ver su propio engaño. Las heridas causadas por Azalea en el pasado (así la bautizo el poeta) aun seguían en su corazón y éste, con la fuerza que le transmitía Calíope había vuelto a latir. El autoengaño del chico se estaba convirtiendo en una autodestrucción en toda regla. Cada latido de amor que él creía sentir era realmente un latido que estrujaba su corazón resquebrajado y soltaba litros de tinta candente en su interior. Y como todo en esta vida, en poco tiempo Calíope, la mujer por la que aquel poeta había derramado tanta tinta, por la que se habían creado tantas historias de todo tipo, atravesó el malherido y activo corazón del chico que daba vida al poeta. Sístole ya no tenía dueña.


Capítulo III

Todo parecía acabado: la tinta que con tanto esmero había escrito sobre el papel parecía desprenderse de éste y caer al suelo como lágrimas negras. Todo aquel imperio imaginario que abarcaba hasta más allá de dónde llega la imaginación y que inventó para Calíope quedó destruido en cuestión de días. Ya no había luz en el cielo azul ni ganas de latir en su corazón mutilado. Con un gran vacío, aquel chico al que ya tachaban de hombre, perdido en un mar de oscuridad y sentimientos contradictorios quiso poner fin a tanto dolor. Pensó que lo mejor sería reposar y alejarse de todo, pero antes de eso tenía aun algo pendiente. Antes de nada quería deshacerse de Sístole. Todos esos sentimientos, todo el vacío, toda la sensación de que ya no tenía nada que perder fue lo que volvió a transformar su ego para dar vida a Jack, la antítesis del poeta.
Jack era todo lo que Sístole no era. Era mal educado, rudo, inmoral, violento y sobretodo odiaba las historias que Sístole aun seguía contando sobre “su musa”. Como elementos contrarios que eran, Jack y Sístole tendrían que matarse el uno al otro, pero esto jamás ocurrió. Eran tan diferentes, pero en esencia tan iguales que ninguno de los dos conseguía nunca acabar con el otro. Por suerte, el tiempo que todo se lo lleva consigo, se los llevó a los dos y los dejó lejos en la memoria. Pero el tiempo solo se lleva los recuerdos, las heridas permanecen y el corazón del muchacho, aunque ya cicatrizaba, aun no latía.


Capítulo IV

Pasó un tiempo y su corazón que intentaba aun curarse, seguía sangrando; por eso, de vez en cuando seguía escribiendo cuatro cosas con las que vaciarse. Parecía que no había esperanza, que todo cada vez empezaba a distanciarse más y que caía en un agujero sin fondo, pero cuando más cerca del fondo nos encontramos solemos sacar una parte sorprendente de nosotros. Dios es un ser muy caprichoso que cuando tienes algo te quitará un poco y cuando no tienes nada se reirá de ti, pero en este caso parece que Dios estuvo de su parte.
Un día, el pálido chico la vio. En primer momento su corazón volvió a dar un vuelco, pero lo reprimió, y más cuando se enteró de que aquella belleza desconocida era ama y señora de otro hombre. Pero el destino o tal vez otra cosa que nadie sabe explicar los cruzó en el mismo camino. Ella era preciosa, era como una droga, cuanto más la mirabas más ganas tenías de seguir mirándola. Tenía carácter, personalidad. Era increíble.
Así fue como él le entregó su castigado corazón. No buscaba un parche temporal, ni una cura para poder volver al ataque de nuevo. Buscaba una descarga de vida que hiciera continuos esos latidos que sentía en su corazón cada vez que ella le dedicaba una mirada, tocaba su piel o le regalaba un beso.


Epílogo

Largo tiempo ha pasado desde entonces y ya nada es como antes. Él y ella, ella y él. Aun la sigue queriendo pero nada es como al principio. Solo le basta con verla en una foto, ya no siente lo mismo que aquellos primeros días. Ahora siempre quiere estar con ella, ahora es mucho mejor.