He mirado a los ojos a mis miedos más profundos. Masacraron y
prendieron mis sentimientos y quedé vacío por dentro. No tenía fuerzas. El sol
no iluminaba en mi vida, el viento ya no soplaba. En medio de esa calma no
había ápice de paz. No había pena ni alegría. No quedaba nada, tan solo yo,
tendido en medio de la nada.
Poco a poco, casi sin darme cuenta, fui masticando todo ese
sinsentido insípido y toda esa desolación. Aquella masa que mascaba se
convirtió en rabia y odio. Masticaba y masticaba hasta que al fin tragué. Ahora
esa rabia yace en algún lugar dentro de mi y, como una maldición, a veces arde
y prende mis entrañas.
Con el paso de los días el mundo volvía a recuperar su
forma, sus colores, su vida… volvía a recuperar el hilo del tiempo. Pero a
pesar de ello, aun no encuentro ese brillo de las pequeñas cosas que antes
percibía. Todo es como si fuera un perfecto decorado, casi tan vívido y real
como la vida.
Ahora, cuando recuerdo estas cosas, noto arder infinidad de
cicatrices y me reencuentro con ese sabor metálico a dolor. Miro al norte y veo
esas tierras que para mi son malditas, pero aun no comprendo realmente que
siento al mirarlas. Pero miro más allá, más al norte y veo la fría luz de
nuevas promesas. Veo una luz glacial, pero a la vez cálida y acogedora que me invita
a que vaya con promesas analgésicas.