Un pinchazo en la cabeza, una
aguja invisible que se introduce por la parte trasera de mi cráneo y me taladra
el cerebro. Lobotomía. No sabría explicar el porqué de esta dolencia, pero creo
(o al menos quiero creerlo) que, como muchas otras veces, mi cuerpo ha
detectado que estoy llegado a una situación límite, cerca de rebasar el punto
de no retorno y solo intenta eliminar una tortuosa parte de bonitos recuerdos.
Vida y Muerte, dos hermosas hermanas, dos flores rojas con espinas, tan
delicadas como fieras y salvajes. La enfermiza animadversión que le tengo a la
vida tan solo es comparable al miedo que le tengo a la muerte. Tan solo quiero
ahogarme en un mar de whisky, pudrir mis pulmones con el humo, mutilación del espíritu,
caos: autodestrucción. Quiero morir cada noche en un tumulto de dolor,
emborracharme del llanto de sentimientos rotos y sentir mi alma desgarrarse;
hacerme jirones de pena, mil heridas que sangran. Quiero morir como hombre,
caer en el pozo del olvido, descansar y perderme en la oscuridad de tu pelo
bajo la mirada de la luna para poder renacer de nuevo con cada amanecer. Pequeño,
indefenso pero invulnerable. Sentirme
de nuevo en la cálida matriz de una mujer y gestar, madurar, convertirme en una
idea volátil, difusa, poco concreta pero firme.
Morir cada noche para renacer por
la mañana. Vivir mil vidas en esta carcasa en descomposición con la esperanza
de aprender a interpretar mi papel en el gran teatro de la vida. Quiero sentir
la libertad de la muerte para disfrutar del júbilo de simplemente existir y
saborear las delicias de la belleza.
Y cuando finalmente el dolor me
da un respiro me queda la mente, la locura. Pero eso ya es otra historia…
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