Muchos días han pasado desde la última vez que pisara yo
esas tierras; tantos que más que una cifra exacta o aproximada es tan solo un
largo y vago periodo de tiempo indefinido en mi cabeza.
Aprendí con el tiempo que el exilio es una horrenda
prohibición; la obligación de tomar cualquier otro camino que el que tú deseas. Y es que, aún hoy, tras haber visitado otras tierras, algunas hermosas como
ángeles, otras vastas como la propia imaginación o simplemente lugares de paso,
no he encontrado ninguna que me haga querer formar parte de ella. Soy un hombre
sin patria, un soldado sin ejercito, un viajero que escapa buscando un lugar.
Joven turista del tiempo cansado ya de la vida.
Todavía recuerdo cuando mi patria me quería, esas tierras
para mí tan extensas pero que realmente no abarcaban más que la piel de una
princesa. Nunca las creí de mi propiedad pero sé que me pertenecían de algún modo
más allá de lo material. Recuerdo con nostalgia sus soleados días y cálidas
noches, su dulce y fiera naturaleza. Yo la amaba y ella me cuidaba. Era casi
perfecto. Pero un día vinieron las tormentas, la lluvia y los relámpagos. El
cielo se oscureció, el verde ya no era verde. Esa tierra ya no me amaba y sopaban
vientos huracanados; los cielos lloraron hasta inundarlo todo de pena y el
fuego se apagó. El mensaje era claro: ya no podía permanecer más allí.
Me fui o esa tierra me desterró, lo cual es lo mismo. Ahora
escribo estas cosas mientras extrañamente el sol brilla con tonos leves en el
cielo de mi ya bienquerida Viena. El viento sopla y el humo se va por el
camino.
“Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.
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