miércoles, 30 de enero de 2013

Pequeñas memorias de la tierra que me amó


Muchos días han pasado desde la última vez que pisara yo esas tierras; tantos que más que una cifra exacta o aproximada es tan solo un largo y vago periodo de tiempo indefinido en mi cabeza.

Aprendí con el tiempo que el exilio es una horrenda prohibición; la obligación de tomar cualquier otro camino que el que tú deseas. Y es que, aún hoy, tras haber visitado otras tierras, algunas hermosas como ángeles, otras vastas como la propia imaginación o simplemente lugares de paso, no he encontrado ninguna que me haga querer formar parte de ella. Soy un hombre sin patria, un soldado sin ejercito, un viajero que escapa buscando un lugar. Joven turista del tiempo cansado ya de la vida.

Todavía recuerdo cuando mi patria me quería, esas tierras para mí tan extensas pero que realmente no abarcaban más que la piel de una princesa. Nunca las creí de mi propiedad pero sé que me pertenecían de algún modo más allá de lo material. Recuerdo con nostalgia sus soleados días y cálidas noches, su dulce y fiera naturaleza. Yo la amaba y ella me cuidaba. Era casi perfecto. Pero un día vinieron las tormentas, la lluvia y los relámpagos. El cielo se oscureció, el verde ya no era verde. Esa tierra ya no me amaba y sopaban vientos huracanados; los cielos lloraron hasta inundarlo todo de pena y el fuego se apagó. El mensaje era claro: ya no podía permanecer más allí.

Me fui o esa tierra me desterró, lo cual es lo mismo. Ahora escribo estas cosas mientras extrañamente el sol brilla con tonos leves en el cielo de mi ya bienquerida Viena. El viento sopla y el humo se va por el camino. 
“Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

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