jueves, 22 de mayo de 2014

música

La habitación estaba tranquila de silencio. No había nadie en casa. Le di a un botón y la música inundó la habitación con sus notas de colores. Escuché durante unos pocos segundos una guitarra que me hablaba. Sus cuerdas vibraban en un tiempo ya pasado y, desde una lejana y fría memoria, esos sonidos reverberaban ahora en mis oídos. Me hablaban y yo no les entendía. Jamás he entendido la música. Fatiga secular que me ha acompañado toda la vida y que me impide gozar de la infinidad de bondades que trae la música a las personas. 
De pronto, una voz conocida ha empezado a cantar en un idioma accesible y por un segundo he querido pensar que esas palabras que yo ahora escuchaba y que bailaban grácilmente sobre sobre la música eran una transcripción inteligible de lo que la guitarra intentaba decirme. Seguí unos segundos más rumiando sobre este tipo de banalidades. Éstas y otras más ocupan – y muchas veces centran – en gran parte mi interés. Advertí que había dejado de prestar atención a la letra cuando la música aparentemente había dejado de sonar. La atención es preciosa pero limitada y cuando dejé de escuchar lo que la letra me decía, la música dejó de ser comprensible para mí y mi foco de atención pronto iluminó otros menesteres.
Me reincorporé a la canción, esta vez con refuerzo visual. Miré el video con atención. La letra y las incomprensibles notas entraban por mis oídos de una en una, de dos en dos, en grupos – que presupongo múltiples de dos. Entraban y seguían sin decirme nada, pero empecé a albergar una sensación primitiva en mi interior. No conozco ni idiomas ni lenguajes suficientes para escoger las palabras precisas – si acaso existen – que me permitan describir aquella sensación. Estos caprichos me gusta atribuirlos al momento en que el arte, cualquiera de ellos, ejerce su función de manera prodigiosa. Que el ejercicio de un talento por el cual me siento incapacitado sea ejecutado de una manera tal que logre alcanzarme de este modo me sobrecoge. Acogí ese efímero momento antojándolo infinito.
La música siguió sonando durante treinta segundos más y empezó a cesar gradualmente hasta restar en silencio. Intenté saborear un poco más el momento. Qué admirable se me antoja el arte y esa capacidad que tienen las personas de hacer tangible un trozo del universo íntimo e individual que ellas mismas conforman. Pienso si yo, con la dicha que me causa a mí escribir, seré capaz de ejecutar de un modo parecido dicho propósito… ¡Oh, maldito seas. Qué pequeño haces sentir al artista que pretendo ser!


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