lunes, 21 de julio de 2014

#210714

16.41

Acabo de comer. Un poco de pasta rellena de lo que parece ser sucedáneo de jamón que tenía sobrante en la nevera y una pequeña ensalada con lechuga de bolsa, zanahoria y un poco de maíz. No tengo ganas de pelar una cebolla, aunque me apetecería. No ha sido mucha cantidad de comida pero me siento suficientemente satisfecho y tanto más lleno. Ahora fumo un cigarro, lentamente, intentando disfrutar cuánto puedo y sé de este humo que me castiga y me acerca un poquito más al final. Estoy sentado, frente a las plantas, bajo la sombra fresca del alto pinto que se proyecta sobre la terraza de aluminio visto, a su vez, bajo un cielo de un azul intenso y solemne. He escrito, desde que me mudé a este piso, muchas veces lo mismo sobre este mar de nubes. Siempre, salvo esos días en los que amenaza tormenta veraniega, cuando el bochorno aprieta y el aire huele a lluvia, a esa humedad que parece rezumar de la tierra seca, el cielo brilla con tranquilidad. Llevo casi dos meses aquí y no para de deleitarme el cielo con su vivo color. El mismo cielo de siempre, bajo el que he vivido toda mi vida, a excepción de algunos periodos inciertos, y jamás le había prestado tanto cuidado. 
La brisa sopla suave, como de costumbre. Los sonidos del mundo suenan sordos, de fondo. Algún pájaro pía, las ramas de los pinos braman cuando el viendo las mece con dulzura. Un tren que pasa, algún coche o quizás un avión rompen eventualmente el claro ruido inhumano de la naturaleza. La vida parece haberse detenido momentáneamente como si me diera la enésima oportunidad para que yo me uniera a ella de nuevo. 
Me siento, me sé, al margen. No fuera, porque ese pensamiento se me antoja imposible. Devaneo por los rincones de mi existencia. Me dedico el tiempo que siempre he buscado a mí, a ella, mi existencia. La sociedad me ha dado siempre las escusas que yo buscaba receloso para estar solo. Ahora que ya lo estoy es mi alma, mi yo único e indivisible, mi conciencia, mi esencia la que parece no albergar ya más ese anhelo, al menos en la totalidad que antes lo hacía. ¿Por qué? No lo sé, pero supongo. Tras tanto tiempo recorriéndome por dentro, de quién soy, porqué soy y, especialmente, para qué soy, me he dado cuenta de algunas cosas no triviales – al menos así me lo parecen a mí. Entre ellas, la necesidad subyacente a la existencia, que no es otra que otra existencia. Conocerme, saberme y sentirme – en amplio término distintos conceptos-, aunque de  un modo seguramente poco estricto me ha hecho llegar a los límites de mi propio yo. Estoy convencido de que no he dado con todos ellos, pero con uno me basta para entender hasta dónde soy y a partir de dónde dejo de ser. Me pregunto entonces ¿qué hay más allá de mí? Me agito; no lo sé. No puedo saberlo, solo puedo (pre)sentirlo. 
Saco conclusiones, posiblemente precipitadas y atropelladas, conjeturo, leo. Busco una respuesta lógica y sé que no debería. Sentir es pensar irracionalmente. Me mantiene vivo el anhelo de encontrar la razón de entre lo sensible y ser consciente de ello. Absurdo, tragedia. Doy gracias por ello. 
Me asomo a los límites de mi alma y observo en busca de algo. Lo veo todo y no veo nada. La vida sigue, minuto a minuto, trabajando, actuando sobre ese compendio heterogéneo, pero liso y continuo de distintas existencias que creo ajenas. Negarme al mundo es, en cierta medida, negar mi existencia, pues ser simplemente es no ser, tanto que necesitamos de otra existencia por la que ser y, más importante – y principalmente-, para ser y a través de la que ser. 
Dos pájaros revolotean alrededor del tronco del alto pino. Se posan sobre la corteza crujiente y rápido alzan el vuelo otra vez. Son tan pequeños y ligeros que hasta las ramas más verdes y delgadas soportan su peso. Se marchan con el viento suave, volando y me dejan. Me siento solo y tranquilo. Tengo un poco de calor. 

jueves, 22 de mayo de 2014

música

La habitación estaba tranquila de silencio. No había nadie en casa. Le di a un botón y la música inundó la habitación con sus notas de colores. Escuché durante unos pocos segundos una guitarra que me hablaba. Sus cuerdas vibraban en un tiempo ya pasado y, desde una lejana y fría memoria, esos sonidos reverberaban ahora en mis oídos. Me hablaban y yo no les entendía. Jamás he entendido la música. Fatiga secular que me ha acompañado toda la vida y que me impide gozar de la infinidad de bondades que trae la música a las personas. 
De pronto, una voz conocida ha empezado a cantar en un idioma accesible y por un segundo he querido pensar que esas palabras que yo ahora escuchaba y que bailaban grácilmente sobre sobre la música eran una transcripción inteligible de lo que la guitarra intentaba decirme. Seguí unos segundos más rumiando sobre este tipo de banalidades. Éstas y otras más ocupan – y muchas veces centran – en gran parte mi interés. Advertí que había dejado de prestar atención a la letra cuando la música aparentemente había dejado de sonar. La atención es preciosa pero limitada y cuando dejé de escuchar lo que la letra me decía, la música dejó de ser comprensible para mí y mi foco de atención pronto iluminó otros menesteres.
Me reincorporé a la canción, esta vez con refuerzo visual. Miré el video con atención. La letra y las incomprensibles notas entraban por mis oídos de una en una, de dos en dos, en grupos – que presupongo múltiples de dos. Entraban y seguían sin decirme nada, pero empecé a albergar una sensación primitiva en mi interior. No conozco ni idiomas ni lenguajes suficientes para escoger las palabras precisas – si acaso existen – que me permitan describir aquella sensación. Estos caprichos me gusta atribuirlos al momento en que el arte, cualquiera de ellos, ejerce su función de manera prodigiosa. Que el ejercicio de un talento por el cual me siento incapacitado sea ejecutado de una manera tal que logre alcanzarme de este modo me sobrecoge. Acogí ese efímero momento antojándolo infinito.
La música siguió sonando durante treinta segundos más y empezó a cesar gradualmente hasta restar en silencio. Intenté saborear un poco más el momento. Qué admirable se me antoja el arte y esa capacidad que tienen las personas de hacer tangible un trozo del universo íntimo e individual que ellas mismas conforman. Pienso si yo, con la dicha que me causa a mí escribir, seré capaz de ejecutar de un modo parecido dicho propósito… ¡Oh, maldito seas. Qué pequeño haces sentir al artista que pretendo ser!


domingo, 18 de mayo de 2014

combustiones al final de una noche

Esto no es más que una noche de sábado cualquiera materializada en un papel, un engendro, un experimento. Un sinsentido, vaya.

Finalmente, en el borde de la carne
bebía la fresca leche
directamente, en cualquier tugurio sucio,
con un maestro de la muerte
que no existiera o existió jamás.
Pronto pierdo el único motivo
que hoy mueve el mundo: es ése mi emoción.
Hoy te abres ante mí,
lasciva en tu milagro
para guiarme en mi camino.
Ahora que soy capaz de todo
me siento quimera, y para mí
eso es lo único que cuenta.
Incluso el cielo grande y azul
que sus cosas me ha enseñado
me persigue siempre hasta la derrota
para que en el tiempo venidero
cambie yo a la muerte.
Pregunto antes de volver envuelto,
sobre ese mitificado regalo,
ese legado una vez sin dueño.
Voy purgando mi nombre,
porque de verte mis sueños terminan,
cuando debería estar yo
y, sin embargo, solo estás tú.
El tiempo transcurre en mi paladar,
dónde encuentro los sabores del mundo.
Yo ya no tengo ninguna importancia;
solo soy una cáscara rugosa y vieja.

lunes, 28 de abril de 2014

en un chupito de whisky

Me miento mucho por mi mala memoria. Me muero, maldita; pero no me mires, que me matas.
Nota: A veces hasta me da pena que alguien pierda el tiempo aquí

miércoles, 5 de marzo de 2014

sin título #04

Escribí poemas,
pequeñas estrofas
que nadie leyó
y nadie leerá jamás.
Me siento por ello
afortunado, anónimo;
sin ganas, ni ánimo.
Describo con torpeza
lo que me parece bello
y cuento los días
que pasan sin más
por momentos de ensueño.
Borracho soy,
y así me encuentro.
Borracho estoy,
pero disculpe,
porque no lo siento.

viernes, 21 de febrero de 2014

¡Oh!

Hoy los dioses han dispuesto ante mí un capricho de su creación. Hermosa muchacha, mármol, en las manos de un díscolo escultor,  hecho carne; piel de seda, cabello de hilo de oro. Labios que presupongo deliciosos, ojos misteriosos, desinteresados en mí, como la mayoría. Manos finas con dedos largos y uñas sonrosadas, cuidadas, con el perfil pintado de blanco. Tan preciosa era que he perdido incluso la respiración.

Un instante ha bastado, un segundo de aquellos que parecen adormilarse y duran más de lo que debieran, para que ella cruzara su mirada con la mía. Me incomoda de un modo extraño cuando ocurren estas cosas. Me he asomado ante esos ojos, enigmáticos, tenebrosos hasta cierto punto, y he intentado hundirme en ellos. Nada he visto en ellos; nada me ha dado tiempo a ver. Ella apartó su mirada, como si nada hubiera pasado. Pero pasó, lo sé. Huidizos nuestros ojos volvieron a coincidir dos o tres veces más y ya no volví más a buscar su mirada. Algo me dice que algo vio en mis ojos.; si lo vio lo siento. Los dioses deben estar locos si ante mí la dispusieron, tan virtuosa en la belleza y yo, tan lleno de nada. Pero, ¡oh, qué hermosa era!

viernes, 31 de enero de 2014

Caprichos del tiempo

Hoy me ha ocurrido un hecho harto singular cuando he llegado a casa. Volvía del trabajo sintiendo durante el camino a casa el peso del cansancio acumulado de toda la semana. Como tantos otros viernes, antes de subir a casa hice una pequeña pausa en el camino para abastecerme y celebrar con un poco de humo el fin de otra semana más. Los dos días próximos representan para mí una especie de conjunto vacío, un hueco en el tiempo que hay entre el viernes y el lunes que me proporcionan más molestia que alivio. Cuando di mi celebración por terminada retomé mi camino. Escasos doscientos metros me debían quedar para llegar; corta distancia que se me hacía casi insalvable a cada paso. Era como situarse entre dos espejos opuestos. Eres consciente de la distancia que separa ambos objetos pero esa serie de imágenes que se repiten infinitamente tiene una magia especial que perturba de tal modo que llegas a pensar con una enajenada seguridad, no que los objetos están considerablemente lejos el uno del otro, sino que ambos objetos podrían ser uno mismo.

Me encontraba en medio de esta abstracción cuando me crucé con un conocido que hacía mucho tiempo que no veía. Le saludé con ligereza; él lo hizo con proporcionado entusiasmo, pero yo realmente no tenía ganas de detenerme, tan siquiera tenía ganas de saludarle. Llegué, por fin, a la dichosa meta. Mientras subía en el ascensor solo deseaba estirarme, aunque realmente lo que quería era pasar desapercibido. Abrí la puerta y me metí en la habitación a quitarme los zapatos tras un “Hola” de una firmeza desganada. Encendí la luz y vi que un mueble de tres cajones con ruedas que tengo yo bajo la mesa estaba movido; seguramente mi madre al limpiar no lo dejó bien en su sitio. Normalmente no le prestaría mayor atención a esto pero no pude evitar fijarme que un papel sobresalía en un lateral. En uno de esos cajones – en el del medio concretamente- guardo yo bastantes cosas mías, entre ello papeles. Pero caí en la cuenta de que desde los cajones no se tiene acceso al lateral, ya que éste es una única pieza de madera que va desde la parte superior a la base con ruedas. Precisamente entre la base y el lateral estaba el papel. No era una zona dónde un folio –doblado- llegara por accidente. Aquello rezumaba premeditación. Me agaché a recogerlo. El papel estaba doblado y lo abrí con curiosidad para comprobar que en él se disponía un mensaje con una letra que no era la mía. Mi curiosidad acrecentó. A las pocas palabras me vi de golpe en una etapa pasada de mi vida, como si me hubieran lanzado atrás en el tiempo. Al fin y al cabo recordar según qué cosas, más que una visita al cine de la memoria, es un viaje en el tiempo. Terminé de leer aquel papel, que resultaba ser una misiva, en respuesta a otro mensaje anterior, pero que ninguna de las dos – ni ésa ni la que yo no tenía- estaban remitidas a mí. Añadí al hecho de haber encontrado esa suerte de carta en ese lugar tan inaccesible, el hecho de que yo tenía ese papel en mis manos cuando no iba dirigido a mí, tan siquiera a nadie de mi entorno, aunque en él se me mencionaba.

Los que esa lectura me hizo rememorar fueron unos hechos que ocurrieron en mi vida, puntualmente uno que ocurrió, no en una fecha exacta, pero hace cerca de tres años, me aventuraría a asegurar. Un hecho que veía ya muy lejano pero que en momentos dispares se me antojaba muy cercano y vívido. No le di más importancia al acontecimiento que esas palabras me hicieron evocar sino al hecho de estar yo en posesión de aquel documento. Desde entonces hasta ahora había ignorado yo la existencia de ese papel y, por supuesto, los sucesos que ocurrieron para su existencia y ubicación. Por el contrario, pensé que también era muy factible que en su momento yo supiera de él pero que hubiera terminado por olvidarlo. Me alegré si, en ese caso, el olvido hubiera sido voluntario; olvidar algo por propia voluntad se me antoja casi imposible, y aquello podría ser una prueba de mi gran hazaña.
Terminé por resolver que todo aquello era algo ya irrelevante, una batalla que en aquel momento no tenía ganas yo de librar; sin duda, un capricho del tiempo.

El cansancio me invadió de golpe y centré en él entonces mi atención. Me quité los zapatos y los guardé. Luego la chaqueta y fui a saludar a mi madre. Me empezó a hablar, pero yo no tenía muchos ánimos; conversé sin embargo con ella estoicamente. Vuelta a la habitación pensé que tenía aún que decidir qué hacer con aquel papel. Por suerte, y tras un rato de búsqueda inútil, comprobé que, tal y cómo había aparecido, el mensaje había desaparecido. Nuevamente, caprichos del tiempo.

No le di más importancia de la que tiene.