jueves, 5 de julio de 2012

rituales


-          ¿Por qué hace eso, Maestro? – le pregunté.

Era la madrugada de un recién comenzado 23 de junio y estábamos mi Maestro y yo perdidos vete a saber dónde, en algún punto de los caminos de la vida. Estábamos de pie en lo alto de una colina, solos en la inmensidad de la noche bajo un manto de débiles destellos de las estrellas. Justo delante nuestro había una pequeña maceta de la cual brotaba una marchita rosa roja. Mi Maestro la había dejado ahí y tras mirarla durante un rato se acercó a ella sin decir nada, sacó una caja de cerillas de su bolsillo y empezó a quemar los pétalos. En unos instantes la flor prendía coronada por las llamas. El Maestro dio unos pasos atrás y se paró a mi lado y ambos nos quedamos mirando como el fuego consumía lentamente la rosa.

-          ¿Crees en Dios? – me preguntó.
-          ¿Debería creer?
-          Eso es algo que depende exclusivamente de ti. – me contestó – Yo no puedo enseñarte a creer en nada…
-          ¿Usted cree en Dios, Maestro?
-          No creo en ningún Dios en concreto, si es a lo que te refieres. Yo soy una especie de deísta y esto – dijo en alusión a la rosa que prendía – no es más que una especie de ofrenda. Aunque sea contradictorio con mis creencias tengo una serie de supersticiones y hago ofrendas a los dioses, mis propios dioses, los de mi alma y mi cuerpo.

No entendía muy bien qué quería decirme así que me limité a asentir con la cabeza y seguí mirando el fuego que ya bajaba por el tallo de la flor.

-          No pretendo que lo entiendas. – me dijo – El vigesimotercer día de cada mes hago lo mismo: cojo una rosa roja marchita y la prendo. Con ella siento que en mi interior arde algo también; es un sentimiento extraño que difícilmente podría describirte. Algo latente dentro de mí que aún me daña y que elimino poco a poco con el fuego que todo lo consume. Luego, la brisa del tiempo se lleva consigo las cenizas. Seguramente llegue el día en que estos demonios de mi conciencia a los que rindo pleitesía con estas ofrendas se apiaden de mi alma y me dejen en paz. Hasta entonces seguiré con mis rituales.

Ninguno de los dos dijimos nada más. El fuego ya había consumido casi la totalidad de la rosa y esperamos hasta que la última llama se hubo apagado. Allí, sobre la maceta quedaban los restos carbonizados del tallo y negros pétalos. Una brisa los hizo volar y el Maestro los siguió con la mirada hasta que se perdieron en el horizonte. No sabría decir si había encontrado el alivio del que tanto hablaba: su mirada era vacía y su cara inexpresiva, como siempre había sido. Recogió la maceta y retomamos el sendero de la vida.

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