sábado, 21 de abril de 2007

Tuyo y mío

Entre ellos dos había dos clases, una distancia física que era suficientemente grande para mantenerlos alejados el uno del otro a ojos de todo el mundo, pero para ellos no era más que cuatro paredes insignificantes. Ninguno de los dos hacía nada que les gustase en sus respectivas aulas. Él, lengua; ella, matemáticas. Sesenta fatídicos minutos que se le hacían (al menos a él) mucho más llevaderos con el simple hecho de saber que ella estaba cerca. Quizás no tanto como quisiera pero lo suficiente; había estado con ella, la había visto, sus ojos, un abrazo, un simbólico mordisco, y dos…

Pero ahora estaba en clase, escuchando la voz en cierto modo irritante de la profesora. Miraba como fuera el sol empezaba a salir tímidamente, relajado por una fina capa de neblina.

Suspiró. El tiempo pasaba asquerosamente lento y la molesta voz de fondo no cesaba. Algún que otro momento él dejaba el bolígrafo y se rascaba la cabeza y volvía a lo suyo después de echar un vistazo al resto de la clase.

El compañero se le dormía y él empezaba a aceptar la misma idea. Daría lo que fuera por estar con ella; cualquier clase, fuese la que fuese, no se haría nada pesada si ella estaba cerca. Inevitablemente eso no podía ser, así que perdió su mirada y se fue. ¿A dónde? A su mundo.

Poco a poco todo empezó como a nublarse hasta que se perdió del todo. Como si se despertase de un largo y plácido sueño, abrió los ojos. La luz anaranjada de un gran sol que se ponía en el horizonte brillaba a los bajos de un cielo azul cristalino, fuerte, pero sobretodo precioso. Era como sus ojos. Y entonces sonrió. Había llegado, estaba en su mundo, aquel mundo que él mismo había creado.

Poco a poco se acopló. Estaba tumbado sobre una cama en el centro de una habitación bañada del color blanco que desprendía el mármol del que estaban hechos tanto paredes como techo y suelo. Pese a la sensación de frío que transmitía cada baldosa, cada trocito de blanco desprendía una agradable calidez. Se levantó y caminó. Salió de esa habitación hasta llegar a un gran balcón que era tan grande que parecía fundirse con el horizonte, pero en realidad no era mucho más grande que la habitación que había dejado atrás. Paradójico, pero cierto.

Afuera el color anaranjado del gran sol seguía fundiéndose con el magnifico azul del cielo. Era un espectáculo precioso y eterno. Allí, en aquel mundo, el sol y la luna, el día y la noche siempre estaban juntos. ¿Por qué? Porque él lo quiso así. Porque ella y él eran tan diferentes como el sol y la luna, como el cielo y la tierra, y en aquel lugar podían estar juntos.

Una leve brisa e hizo bailar un poco los finos ropajes blancos que llevaba. Y volvió a sonreír. Cerró los ojos, elevó su cabeza y poco a poco sus pies empezaron a despegarse de aquella terraza de mármol blanco. Se elevaba sobre una construcción de color marfil que lentamente empezaba a hacerse cada vez más pequeña entre una gran masa de verde. Pero no un verde salvaje y oscuro, no. Era un bosque verde, de vida, tranquilo y suave.

Cuando abrió los ojos ya volaba por los cielos y volaba como a él le gustaba, sin alas, tan solo con su propio deseo de hacerlo. Allí, en aquel mundo, los peces surcaban los cielos al igual que lo hacía él. Todo era tan difícilmente imposible que incluso se hacia agradable. Era un mundo tranquilo, sereno, bonito, pero sobretodo suyo; de él y de ella.

Abajo, en la tierra, en los bosques y las llanuras, los animales vivían plácidamente y de vez en cuando alzaban la cabeza para observar a su soberano, a su creador, empapándose del azul que él mismo había pintado. Y arriba, el soberano iba en busca de su reina. Toda la hermosura de la que rebosaba aquel mundo, toda su belleza, toda su paz, toda su calma, todo, no sería nada si ella no existiese.

Y finalmente llegó. Sobre el mar y las nubes en una tierra de luz y vida compuesta por nubes se encontraba ella. La soberana de los cielos, la reina del rey. El chico bajó. Sus pies descalzos aterrizaron suavemente justo delante de ella. No había palabras, no eran necesarias. Tan solo se escuchaba el murmullo de la placida vida que se llevaba allí debajo de ellos. Se miraban. Sus ojos marrones, llenos de fuerza y perdidos, buscaban una forma de fundirse con la mirada azul de ella, la mirada que dio color a todo aquello que había en aquel mundo. Y se dieron la mano y tiernamente se sonrieron. Y el mundo rebosaba calidez; y llovía y hacia sol. Todo lo imposible sucedía cuando los dos se encontraban allí arriba. Y cuando el principiante artista tomaba a la reina e intentaba darle todo lo que se merecía todo empezaba a deshacerse. Como si de arena se tratase, ella se deshizo en sus brazos, el cielo empezó a oscurecerse, las nubes empezaron a diluirse y él, inevitablemente, se precipitaba a un inmenso vacío. Y cuando la oscuridad lo había engullido volvía a abrir los ojos y veía que estaba en clase, igual que antes. Y veía que su compañero seguía durmiendo, y la voz irritante de la profesora seguía explicando, y que la hoja que estaba escribiendo ya estaba terminada, al igual que unas cuantas hojas más. Y sonreía, porque aunque solo hubiese pasado un segundo, para él era suficiente. Porque él tenía algo que los demás no tenían. Quizás un don, quizás una locura que le carcomía la cabeza, ¿quién sabe?


Porque tenemos algo de los dos y de nadie más.
*Para la misma personita muy especial de antes.

2 comentarios:

[··doneTa··] dijo...

:P

Anónimo dijo...

Génial.